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Héroe, Traidora, Hija
Morgan Rice


De Coronas y Gloria #6
Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) HÉROE, TRAIDORA, HIJA es el libro#6 en la serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA de la autora #1 en ventas Morgan Rice, que empieza con ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1) Ceres, una hermosa chica pobre de 17 años de la ciudad del Imperio de Delos, despierta y se encuentra sin poder. Envenenada con el botellín del hechicero y prisionera de Estefanía, la vida de Ceres llega a un punto bajo, pues recibe un trato cruel que no puede detener. Thanos, tras matar a su hermano Lucio, se embarca hacia Delos, para salvar a Ceres y salvar su tierra. Pero la flota de Felldust ya ha salido a la mar y, con todo el poder del mundo echándosele encima, puede que sea demasiado tarde para salvar todo lo que le importa. El resultado es una batalla épica, que puede decidir el destino de delos para siempre. HÉROE, TRAIDORA, HIJA narra la historia épica del amor trágico, la venganza, la traición, la ambición y el destino. Llena de personajes inolvidables y acción vibrante, nos transporta a un mundo que nunca olvidaremos y hace que nos volvamos a enamorar de la fantasía. Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones) ¡Pronto se publicará el libro#7 en DE CORONAS Y GLORIA!







HÉROE, TRAIDORA, HIJA



(DE CORONAS Y GLORIA-LIBRO 6)



MORGAN RICE


Morgan Rice



Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de doce libros; de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de tres libros; de la serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros; y de la nueva serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.



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Algunas opiniones sobre Morgan Rice



“Si pensaba que no quedaba una razón para vivir tras el final de la serie EL ANILLO DEL HECHICERO, se equivocaba. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice consigue lo que promete ser otra magnífica serie, que nos sumerge en una fantasía de trols y dragones, de valentía, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un conjunto de personajes que nos gustarán más a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores que disfrutan de una novela de fantasía bien escrita”.

--Books and Movie Reviews

Roberto Mattos



“Una novela de fantasía llena de acción que seguro satisfará a los fans de las anteriores novelas de Morgan Rice, además de a los fans de obras como EL CICLO DEL LEGADO de Christopher Paolini… Los fans de la Ficción para Jóvenes Adultos devorarán la obra más reciente de Rice y pedirán más”.

--The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)



“Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en su trama. La senda de los héroes trata sobre la forja del valor y la realización de un propósito en la vida que lleva al crecimiento, a la madurez, a la excelencia… Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, las estrategias y la acción proporcionan un fuerte conjunto de encuentros que se centran en la evolución de Thor desde que era un niño soñador hasta convertirse en un joven adulto que se enfrenta a probabilidades de supervivencia imposibles… Solo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para jóvenes adultos”.

--Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)



”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.

-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

“En este primer libro lleno de acción de la serie de fantasía épica El anillo del hechicero (que actualmente cuenta con 14 libros), Rice presenta a los lectores al joven de 14 años Thorgrin “Thor” McLeod, cuyo sueño es alistarse en la Legión de los Plateados, los caballeros de élite que sirven al rey… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante”.

--Publishers Weekly


Libros de Morgan Rice



EL CAMINO DE ACERO

SOLO LOS DIGNOS (Libro #1)



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)

CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA (Libro#2)

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro#3)

REBELDE, POBRE, REY (Libro#4)

SOLDADO, HERMANO, HECHICERO (Libro#5)

HÉROE, TRAIDORA, HIJA (Libro#6)

GOBERNANTE, RIVAL, EXILIADO (Libro #7)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE(Libro #2)

EL PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro#5)

LA NOCHE DE LOS VALIENTES (Libro#6)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES(Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ARMADURAS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)

ARENA TRES (Libro #3)



VAMPIRA, CAÍDA

ANTES DEL AMANECER (Libro #1)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro #1)

AMORES (Libro #2)

TRAICIONADA(Libro #3)

DESTINADA (Libro #4)

DESEADA (Libro #5)

COMPROMETIDA (Libro #6)

JURADA (Libro #7)

ENCONTRADA (Libro #8)

RESUCITADA (Libro #9)

ANSIADA (Libro #10)

CONDENADA (Libro #11)

OBSESIONADA (Libro #12)


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Derechos Reservados © 2016 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia. Imagen de la cubierta Derechos reservados Ralf Juergen Kraft, utilizada bajo licencia de istock.com.


ÍNDICE

CAPÍTULO UNO (#u3d89220f-eb97-5b72-a162-5981647e8bdd)

CAPÍTULO DOS (#u9dec5ad1-e246-5cca-b95c-5385e1ecca44)

CAPÍTULO TRES (#ub6344a58-c9e7-5358-9a17-55260c05337a)

CAPÍTULO CUATRO (#ue009b1c1-8005-5ceb-a722-7177ffecce77)

CAPÍTULO CINCO (#u5a3b6ecf-9751-56e8-90c5-35367e6f9660)

CAPÍTULO SEIS (#u48fd894e-2078-518e-b6db-ae9d5153c10b)

CAPÍTULO SIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


Akila estaba colgado de la jarcia de su barco y veía cómo se acercaba la muerte.

Esto lo aterrorizaba. Nunca había sido de los que creen en señales y en augurios, pero había algunos que no podía ignorar. De una forma u otra, Akila siempre había sido un hombre de lucha, pero aún así, nunca había visto una flota como la que se estaba aproximando ahora. Esta hacía que la flota que el Imperio había mandado a Haylon pareciera una serie de barquitos de papel que unos niños hicieran flotar en un estanque.

Hacía que lo que tenía Akila pareciera menos que aquello.

—Son demasiados— dijo uno de los marineros que estaba cerca de él en la jarcia.

Akila no contestó, pues en aquel momento no tenía una respuesta. Pero tendría que pensar en una. Una que no dejara entrever la pesada certeza que le apretaba en el pecho. Por su mente ya corrían las cosas que se tenían que hacer y empezó a descender. Tendrían que levantar la cadena del puerto. Tendrían que llevar escuadras a las catapultas de los muelles.

Tendrían que dispersarse, pues lanzarse de cabeza al ataque con una flota de aquel tamaño sería un suicidio. Tendrían que ser los lobos que dan caza a los grandes yaks y correr como un rayo, dando un mordisco aquí y otro allí, hasta agotarlos.

Akila sonrió ante aquel pensamiento. Casi lo estaba planeando como si pudieran hacerlo. ¿Quién lo hubiera tomado a él por un optimista?

—Son muchos —dijo uno de los marineros al pasar por su lado.

Akila escuchó las mismas palabras de otros mientras descendía de nuevo a cubierta. Para cuando llegó a la cubierta de mando, había por lo menos una docena de rebeldes, todos esperándolo con cara de preocupación.

—No podemos luchar contra ellos —dijo uno.

—Sería como si ni estuviéramos allí —lo respaldó otro.

—Nos matarán a todos. Tenemos que escapar.

Akila los escuchaba. Incluso comprendía lo que querían hacer. Escapar tenía sentido. Escapar mientras todavía pudieran. Formar una fila de convoy con sus barcos a lo largo de la costa, hasta que pudieran escapar y dirigirse a Haylon.

Incluso una parte de él deseaba hacerlo. Quizás incluso estarían a salvo si consiguieran llegar a Haylon. En Felldust verían las fuerzas que tenían, las defensas de su puerto y serían cautelosos antes de ir tras ellos.

Al menos durante un tiempo.

—Amigos —gritó, lo suficientemente alto para que pudieran oírlo todos los que estaban en el barco—. Ya veis la amenaza que nos espera y, sí, oigo a los hombres que quieren escapar.

Extendió las manos para silenciar el murmullo que hubo a continuación.

—Lo sé. Os oigo. He navegado con vosotros y no sois unos cobardes. No hay un hombre que pudiera decir que lo sois.

Pero si escapaban ahora, los llamarían cobardes. Akila lo sabía. Culparían a los guerreros de Haylon, a pesar de todo lo que habían hecho. Sin embargo, él no quería decirlo. No quería obligar a sus hombres a hacerlo.

—Yo también quiero escapar. Hemos hecho nuestra parte. Hemos derrotado al Imperio. Nos hemos ganado el derecho de volver a casa, en lugar de quedarnos aquí muriendo por las causas de otros.

Aquello era evidente. Al fin y al cabo, solo habían ido allí después de que Thanos se lo suplicara.

Hizo una señal de negación con la cabeza.

—Pero no lo haré. No huiré cuando eso signifique abandonar a la gente que confía en mí. No huiré cuando nos han dicho lo que sucederá con la gente de Delos. No huiré, porque ¿quiénes son ellos para decirme que huya?

Señaló con el dedo a la flota que iba avanzando y, a continuación, lo convirtió en el gesto más grosero que se le ocurrió en aquel momento. Al menos, aquello hizo reír a sus hombres. Bien, ahora mismo necesitaban todas las risas posibles.

—Lo cierto es que el mal es la causa de todos. ¡Si un hombre me dice que me arrodille o muera, le doy un puñetazo en la cara!” —Aquello les hizo reír más todavía—. Y no lo hago porque me haya amenazado. ¡Lo hago porque la clase de hombre que va diciendo a la gente que se arrodille necesita un puñetazo!

Aquello provocó otra ovación. Al parecer, Akila había acertado. Hizo un gesto hacia el lugar donde había un barco centinela, amarrado junto a su buque insignia.

—Allí abajo hay uno de los nuestros —dijo Akila—. Se lo llevaron a él y a su tripulación. Lo azotaron con el látigo hasta que la sangre le salía a borbotones. Lo azotaron en la rueda y le sacaron los ojos.

Akila esperó un instante hasta que captaron aquel horror.

—Lo hicieron porque pensaban que nos asustaría —dijo Akila—. Lo hicieron porque pensaban que escaparíamos más rápido. Yo digo que si un hombre hace daño de esta manera a uno de mis hermanos, ¡esto hace que me den ganas de liquidarlo como al perro que es!

Aquello provocó otra ovación.

—Pero no os lo ordenaré —dijo Akila—. Queréis ir a casa… bueno, nadie puede decir que no os lo hayáis ganado. Y cuando vengan por vosotros, quizás quedará alguien para ayudar—. Encogió los hombros a propósito. —Yo me quedaré. Si es necesario, me quedaré solo. Me quedaré en los muelles, y que vengan los de su ejército de uno en uno para que los liquide.

Entonces miró a su alrededor, miró fijamente a los hombres que conocía, a los hermanos de Haylon y a los esclavos liberados, a reclutas transformados en luchadores por la libertad y a hombres que probablemente habían empezado como poco más que degolladores.

Sabía que si pedía a estos hombres que lucharan con él, la mayoría de ellos probablemente moriría. Seguramente nunca volvería a ver las cascadas que se precipitaban a través de las colinas de Haylon. Probablemente moriría sin ni siquiera saber si lo que hizo fue suficiente para salvar a Delos o no. Una parte de él deseaba no haber conocido nunca a Thanos, o no haber sido arrastrado hasta esta rebelión más grande.

Aún así, tomó aire.

—¿Estaré solo, chicos? —preguntó—. ¿Tendré que abrirme camino entre ellos a puñetazos hasta el imbécil con la cabeza más pedregosa yo solo?

El rugido de “¡No!” resonó a través del agua. Esperaba que la flota enemiga lo oyera. Esperaba que lo oyeran y que estuvieran aterrorizados.

Los dioses sabían que él lo estaba.

—Bien entonces, chicos —vociferó Akila—, poneos a vuestros remos. ¡Tenemos una batalla que ganar!

Entonces vio que corrían hacia ellos y no pudo sentirse más orgulloso. Empezó a pensar, a dar órdenes. Había mensajes que enviar de vuelta al castillo, defensas que debían prepararse.

Akila ya podía escuchar el ruido de las campanas sonando en la ciudad a modo de aviso.

—¡Vosotros dos, subid las banderas de señal! ¡Scirrem, quiero barcas pequeñas y brea para los barcos de fuego en la boca del puerto! ¿Estoy hablando solo?

—Es muy posible —le respondió gritando el marinero—. Dicen que los locos lo hacen. Pero ya lo haré yo.

—¿Te das cuenta de que en un ejército de verdad te darían una paliza? —respondió bruscamente Akila, aunque sonriendo mientras lo hacía. Esta era la parte más rara cuando se está a punto de entrar en batalla. Ahora estaban muy cerca de una posible muerte y era el momento en el que Akila se sentía más vivo.

—Bueno, Akila —dijo el marinero—. Sabes que nunca han dejado entrar a los de nuestra calaña en un ejército de verdad.

Entonces Akila rio, y no solo porque aquello era probablemente cierto. ¿Cuántos generales podían decir que no solo tenían el respeto de sus hombres, sino verdadera camaradería? ¿Cuántos podían pedir a sus tropas que se lanzaran al peligro, no por lealtad, o miedo, o disciplina, sino porque se lo pedían ellos? Akila sentía que podía estar orgulloso de aquella parte, por lo menos.

El marinero salió pitando y a él le quedaban más órdenes que dar.

—Una vez esté despejado, tendremos que levantar la cadena del puerto —dijo.

A uno de los marineros jóvenes que estaban cerca de él aquello pareció preocuparle. Akila podía ver el miedo que allí había, a pesar de sus discursos. Pero era normal.

—Si levantamos la cadena, ¿no significa eso que no podemos retirarnos hacia el puerto? —preguntó el chico.

Akila asintió.

—Sí, pero ¿de qué serviría retirarse a una ciudad que está abierta al mar? Si fracasamos allí, ¿crees que la ciudad será un lugar seguro para esconderse?

Vio que el chico pensaba en ello, con toda seguridad, intentando adivinar dónde estaría más a salvo. O eso, o deseando no haberse unido nunca.

—Si quieres, puedes ser uno de los que ayudan a levantar las cadenas —le ofreció Akila—. Después dirígete a las catapultas. Necesitaremos gente buena para dispararlas.

El chico negó con la cabeza.

—Me quedaré. No escaparé de ellos.

—¿Debo imaginar que te apetece hacerte cargo de la flota para que yo pueda escapar? —preguntó Akila.

Aquello provocó la risa del muchacho mientras se dirigía hacia sus tareas, y la risa siempre era mejor que el miedo.

¿Qué más había que hacer? Siempre había algo más, siempre algo a lo que ir a continuación. Siempre estaban aquellos que decían que la guerra era esperar, pero Akila había descubierto que la espera siempre encerraba mil cosas más pequeñas. La preparación era la madre del éxito, y Akila no iba a perder por falta de esfuerzo.

—No —dijo entre dientes mientras comprobaba las cuerdas de su buque insignia—. De esos e encargará el hecho de que ellos tienen cinco veces más barcos.

La única esperanza era atacar y avanzar. Atraerlos hacia los barcos de fuego. Aplastarlos contra la cadena. Usar la velocidad de sus propios barcos para cargarse lo que pudieran. Aún así, eso podría no ser suficiente.

Akila nunca había visto una fuerza de ese tamaño. Dudaba que alguien lo hubiera hecho. La flota que mandaron a Haylon había sido diseñada para el castigo y la destrucción. El ejército rebelde había sido la unión de, al menos, tres grandes fuerzas.

Esto era más grande. No se trataba tanto de un ejército como de un país entero en movimiento. Aquello era conquista y más que conquista. Felldust había visto una oportunidad y, ahora, iba a tomar todo lo que tenía el Imperio.

A no ser que los detengamos, pensó Akila.

Quizás no sería su flota quien los detendría. Quizás lo mejor que podían esperar sería frenar y debilitar al ejército invasor, quizás esto sería suficiente. Si pudieran ganar tiempo para Ceres, ella podría encontrar una manera de ganar contra lo que quedase. Akila la había visto hacer cosas más impresionantes con aquellos poderes suyos.

Tal vez se enfrentaría ella al ejército de Felldust entero y les ahorraría el problema.

Lo más seguro era que Akila moriría aquí. Si esto pudiera salvar a Delos, ¿valdría la pena? Esa no era la cuestión. Si esto pudiera salvar a la gente de allí y a la de Haylon, ¿lo haría? Sí, aquello lo valía todo para Akila. Los hombres así no se detenían con lo que tenían. Caerían sobre Haylon tan pronto como hubieran terminado aquí. Si su sacrificio mantuviera a los granjeros de la isla a salvo, Akila lo haría hasta mil veces más.

Echó un vistazo al agua, hacia donde la flota avanzaba y bajó la voz.

—Estás en deuda conmigo por esto, Thanos —dijo, de la misma manera que el príncipe estaba en deuda con él por venir a Delos y por no liquidarlo en Haylon. Probablemente su vida hubiera sido mucho más simple si lo hubiera hecho.

Viendo la flota que se acercaba, Akila sospechaba que también podría ser más larga.

—¡Ahora sí! —exclamó—. ¡A vuestros sitios, chicos! ¡Tenemos una batalla que ganar!




CAPÍTULO DOS


Irrien estaba en la proa de su buque insignia con una mezcla de satisfacción y expectación. Satisfacción porque su flota estaba avanzando exactamente como él había ordenado. Expectación por todo lo que vendría a continuación.

A su alrededor, su flota se deslizaba hacia delante casi en silencio, tal y como él había ordenado cuando empezaron a abrazar la costa. Silenciosa como los tiburones que van tras la presa, silenciosa como el momento después de la muerte de un hombre. Ahora mismo, Irrien era el destello de luz en la punta de una lanza, el resto de su flota, la ancha cabeza que le sigue.

Su silla no era de la piedra oscura en la que se sentaba en Felldust. En su lugar, estaba enmarcado de forma más ligera, hecha de los huesos de cosas que él había matado, los huesos del fémur de un acechador oscuro formaban el respaldo, los huesos de los dedos de un hombre estaban insertados en sus brazos. La había cubierto con las pieles de animales que había cazado. Esta era otra lección que había aprendido: En tiempos de paz, un hombre debería hablar de su civismo. En tiempos de guerra, debería hablar de su crueldad.

Con este fin, Irrien tiró de una cadena que estaba conectada a su silla. El otro extremo sostenía a uno de los llamados guerreros de esta rebelión, que había preferido arrodillarse que morir.

—Pronto llegaremos —dijo.

—S-sí, mi señor —respondió el hombre.

Irrien tiró otra vez de la cadena.

—No hables a no ser que te lo ordene.

Irrien ignoró al hombre cuando este empezó a suplicar el perdón desesperadamente. En cambio, observaba el camino que tenía por delante, aunque había colocado la superficie de metal a su escudo para protegerse de los asesinos.

Un hombre sabio siempre hacía ambas cosas. Probablemente, las otras piedras de Felldust pensaban que Irrien estaba loco, marchando hacia esta tierra sin polvo mientras ellos se quedaban atrás. Seguramente pensaban que él no veía sus tramas y maquinaciones.

Irrien hizo una gran sonrisa al pensar en sus caras cuando se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo realmente. Su placer continuó cuando giró hacia la costa, al ver los fuegos que iban brotando rápidamente cuando sus destacamentos de ataque desembarcaron. Generalmente, Irrien odiaba el desperdicio de los edificios quemados, pero para la guerra eran un arma útil.

No, la verdadera arma era el miedo. El fuego y la amenaza silenciosa eran formas de agudizarlo. El miedo era un arma tan poderosa como un veneno lento, peligroso como una espada. El miedo podía hacer que un hombre fuerte huyera o se rindiera sin luchar. El miedo podía hacer que los enemigos escogieran opciones estúpidas, fueran al ataque con bravuconería impulsiva o se acobardaran cuando deberían atacar. El miedo convertía a los hombres en esclavos y los inmovilizaba, incluso cuando no estaban solos.

Irrien no era tan arrogante como para creer que nunca podía sentir miedo, pero su primera batalla no se lo había traído en la forma en que los hombres hablaban sobre él, tampoco la quincuagésima. Había peleado con hombres sobre arenas ardientes y también y sobre los adoquines de callejones y, a pesar de la rabia, el nerviosismo, incluso la desesperación, nunca había tenido el miedo que otros hombres sentían. En parte, por eso era tan fácil tomar lo que deseaba.

Lo que deseaba ahora se movió de repente ante sus ojos casi como si lo hubiera convocado con el pensamiento, los interminables golpes de remo tiraban hacia el puerto de Delos hasta ponerlo a la vista de Irrien. Él había esperado este momento, pero no era el que había soñado. Aquel solo vendría una vez estuviera terminado y él hubiera tomado todo lo que valía la pena tomar.

Ahora la ciudad era algo bajo y apestoso, a pesar de su fama, como todas las ciudades de hombres. No tenía la grandeza del polvo interminable, o la belleza austera de las cosas hechas por antiguos. Como en todas las ciudades, cuando apiñabas a suficientes personas juntas, salía su verdadera mezquindad, su crueldad y su fealdad. Ninguna cantidad de cantería podía disfrazar eso.

Aún así, el Imperio para el cual formaba un eje era un premio que valía la pena. Irrien se preguntó por unos instantes si sus compañeros piedras se habían ya dado cuenta de su error al no venir. El mero hecho de ocupar las sillas de piedra hablaba de su ambición y su poder, de su astucia y su habilidad para dirigir juegos políticos.

A pesar de eso, aún habían pensado muy en pequeño. Habían pensado desde el punto de vista de un ataque engrandecido, aunque aquello podía ser mucho más. Una flota de aquel tamaño no estaba aquí solo para traer oro y filas de esclavos, aunque ambas cosas vendrían. Estaba aquí para tomar, resistir y instalarse. ¿Qué era el oro al lado de tierra fértil, sin el interminable polvo? ¿Por qué arrastrar a los esclavos de vuelta a una tierra condenada por las guerras de los Antiguos, cuando podías tomar también la tierra en la que estaban? ¿Y quién estaría allí para asegurarse de que se llevaba la parte más grande de esta nueva tierra?

¿Por qué atacar y marcharse cuando se podía eliminar lo que había allí y gobernar?

Primero, sin embargo, había obstáculos que superar. Había una flota delante de la ciudad, si se le podía llamar así. Irrien se preguntaba si los barcos centinela que habían dejado ir ya habían regresado a casa. Si habían visto las cosas que les aguardaban. Puede que no sintiera el miedo de la batalla, pero sabía cómo avivarlo en los hombres más débiles.

Se puso de pie para tener una mejor visión y para que aquellos que observaban desde la orilla pudieran ver quién estaba al mando de esto. Solo aquellos con la vista más aguda lo distinguirían, pero quería que comprendieran que esta era su guerra, su flota y, pronto, su ciudad.

Sus ojos divisaron las preparaciones que los defensores estaban empezando a hacer. Los pequeños barcos que, sin duda alguna, pronto estarían en llamas. La forma en que la flota estaba formando grupos, dispuestos a hostigarlos. Las armas en los muelles, preparadas para ser disparadas contra ellos cuando se acercaran.

—Vuestro comandante sabe lo que hace —dijo Irrien, arrastrando a su último preso hasta sus pies—. ¿Quién es?

—Akila es el mejor general vivo —dijo el antiguo marinero y, después, miró a Irrien a los ojos—. Perdóneme, mi señor.

Akila. Irrien había escuchado el nombre y había escuchado más de Lucio. Akila, quien había ayudado a liberar a Haylon del Imperio y resistir contra su flota. Quien se decía que luchaba con toda la astucia de un zorro, atacando y moviéndose por donde menos esperaban los rivales.

—Siempre he valorado a los contrincantes fuertes —dijo Irrien—. Una espada necesita hierro para afilarse.

Sacó su espada de su vaina de cuero negro como para ilustrar el comentario. La hoja era de un azul-negro con aceite, el filo era el de una cuchilla. Era el tipo de cosa que podría haber sido la herramienta de un verdugo para con otro hombre, pero él había aprendido su equilibrio y construido la fuerza para empuñarla bien. Tenía otras armas: cuchillos y alambres para estrangular, una espada curvada en forma de luna y un puñal sol con muchos pinchos. Pero esta era la que la gente conocía. No tenía nombre, pero solo porque Irrien creía que esas cosas eran estúpidas.

Vio el miedo en el rostro de su nuevo esclavo al verla.

—En los viejos tiempos, los sacerdotes ofrecían la vida de un esclavo antes de la batalla, con la esperanza de saciar la sed de muerte antes de que se posara sobre un general. Después, se cambió a ofrecer al esclavo a los dioses de la guerra, con la esperanza de que favorecieran a su bando. Arrodíllate.

Irrien vio que el hombre lo hacía instintivamente, a pesar de su pánico. Quizás a causa de él.

—Por favor —suplicó.

Irrien le dio un puntapié, tan fuerte que el esclavo cayó sobre su barriga, sacando la cabeza por encima de la proa del barco.

—Te dije que estuvieras callado. Quédate allí, y da gracias que no tengo nada que ver con los sacerdotes y sus estupideces. Si existen los dioses de la muerte, su sed no se puede apagar. Si existen los de la guerra, su favor va al hombre que tiene más tropas.

Se giró hacia el resto de su barco. Alzó su espada con una mano y los esclavos que habían estado esperando sus órdenes se apresuraron a coger un cuerno. Cuando él hizo una señal con la cabeza, los cuernos resonaron una vez. Irrien vio que echaban las catapultas y las balistas hacia atrás y prendían fuego a sus cargas.

Allí estaba él, oscuro contra la luz del sol, su piel bronceada y su ropa oscura lo convertían en una mancha de sombra ante la ciudad.

—¡Os dije que vendríamos hasta Delos, y así lo hemos hecho! —exclamó—. ¡Os dije que tomaríamos la ciudad, y así lo hemos hecho!

Esperó hasta que se apagó la ovación que le siguió.

—A los vigilantes que les mandé de vuelta les di un mensaje, ¡y es el que pretendo cumplir! —Esta vez, Irrien no esperó—. Cada hombre, mujer y niño del Imperio ahora es un esclavo. Cualquiera que encontréis sin la marca de un maestro está allí para que lo cojáis y hagáis lo que vuestra fuerza os permita. Cualquiera que asegure que tiene propiedades os está mintiendo, y podéis tomarlo. Cualquiera que nos desobedezca debe ser castigado. Cualquiera que se nos resista está en rebelión, ¡y se le tratará sin misericordia!

Irrien había aprendido que la misericordia era otro de aquellos chistes que a la gente le gustaba fingir que era real. ¿Por qué un hombre iba a perdonar la vida al enemigo, a menos que sacara algo de ello? El polvo enseñaba lecciones simples: Si eras débil, morías. Si eras fuerte, tomabas lo que podías del mundo.

Ahora, Irrien tenía la intención de tomarlo todo.

Lo más grande de todo aquello era lo vivo que se sentía ahora mismo. Había luchado hasta convertirse en la Primera Piedra, para darse cuenta después de que no había ningún lugar al que ir. Había sentido que se estancaba en la política de la ciudad, representando las riñas sin importancia de las demás piedras para divertirse. Pero esto… esto prometía ser mucho más.

—¡Preparaos! —gritó a sus hombres—. Obedeced mis órdenes y triunfaremos. Fallad y seréis menos que tierra para mí.

Volvió hacia el lugar donde todavía yacía el antiguo marinero, con la cabeza tendida sobre el borde del barco. Probablemente pensaba que era lo máximo a lo que podía llegar. Irrien había descubierto que ellos esperaban que las cosas no empeoraran, en lugar de ver el peligro y actuar.

—Podrías haber muerto luchando —dijo, con su gran espada todavía levantada—. Podrías haber muerto como un hombre, en lugar de como un patético sacrificio.

El hombre se giró y lo miró fijamente.

—Dijiste… dijiste que no creías en eso.

Irrien encogió los hombros.

—Los sacerdotes son estúpidos, pero la gente cree sus estupideces. Si eso les inspirará a luchar con más fuerza, ¿quién soy yo para oponerme?

Inmovilizó al esclavo con una bota, asegurándose de que todos los que estaban allí podían verlo. Quería que todos vieran el momento en el que empezaba su conquista.

—Te entrego a la muerte —exclamó—. ¡A ti y a todos los que se levantan en nuestra contra!

Bajó la espada y apuñaló en el pecho a aquella despreciable escoria, hasta clavársela en el corazón. Irrien no esperó. La levantó de nuevo y, por una vez, la espada de verdugo realizó su labor original. Atravesó el cuello del marinero esclavizado de forma limpia. Sin piedad, con orgullo, porque la Primera Piedra nunca tendría un arma con un filo que no fuera perfecto.

Levantó la espada con el filo todavía ensangrentado.

—¡Empezad!

Sonaron los cuernos, el cielo se llenó de fuego cuando las catapultas lanzaron y los arqueros dispararon flechas hacia sus enemigos. Los barcos más pequeños avanzaban como serpientes hacia sus objetivos.

Por un instante, Irrien pensó en este “Akila”, el hombre que debía estar allí esperando lo que estaba por venir. Se preguntaba si su enemigo en potencia estaba asustado ahora mismo.

Debería estarlo.




CAPÍTULO TRES


Thanos se arrodilló junto al cuerpo de su hermano y, por uno o dos segundos, sintió como si el mundo se hubiera detenido. No sabía qué pensar o sentir en aquel instante. No sabía qué hacer a continuación.

Esperaba alguna sensación de triunfo cuando por fin mató a Lucio o, al menos, alguna sensación de alivio de que todo había terminado finalmente. Esperaba sentir por fin que la gente que le importaba estaba a salvo.

En cambio, Thanos sentía que el dolor le inundaba, las lágrimas le caían por un hermano que probablemente nunca las mereció. Pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que Lucio era su hermanastro y se había ido.

Estaba muerto, con el puñal de Thanos en su corazón. Thanos sentía la sangre de Lucio en sus manos y parecía que era demasiada como para caber en un cuerpo. Una pequeña parte de él esperaba que hubiera algo totalmente diferente en ella, que hubiera alguna señal de la locura que se había apoderado de Lucio, o de la avariciosa maldad de la que parecía estar lleno. En cambio, Lucio era tan solo una carcasa silenciosa y vacía.

Entonces Thanos quería hacer algo por su hermano; hacer que lo enterraran o, por lo menos, entregárselo a un sacerdote. Pero, mientras lo pensaba, sabía que no podía. Las propias palabras de su hermano querían decir que aquello era imposible.

Felldust estaba invadiendo el Imperio y, si Thanos quería poder hacer algo para ayudar a la gente que le importaba, tenía que irse ahora.

Se puso de pie, recogió su espada, dispuesto a salir corriendo hacia la puerta. También cogió la de Lucio. De todas las cosas que su hermano tenía cerca, los instrumentos de violencia parecían ser las más cercanas. Thanos estaba allí con ambas en sus manos, sorprendido de lo bien que combinaban. Casi se sorprendió igual al encontrarse con una serie de clientes de la taberna que le cerraban el paso.

—Él dijo que tú eras el Príncipe Thanos —dijo un hombre con una barba poblada, mientras toqueteaba el filo de un cuchillo—. ¿Es eso cierto?

—Las piedras pagarán un buen dinero por ti —dijo otro.

Un tercero asintió con la cabeza.

—Y si no lo hacen, lo harán los esclavistas.

Fueron hacia delante y Thanos no esperó. Todo lo contrario, fue al ataque. Su hombro golpeó al que estaba más cerca, tirándolo de espaldas sobre una mesa. Thanos ya estaba atacando, haciéndole un corte en el brazo al hombre del cuchillo.

Thanos lo oyó chillar cuando la espada se clavó en su antebrazo, pero ya estaba en movimiento, dando un puntapié al tercero, que fue a parar a un lugar donde había cuatro hombres que no habían parado de jugar a los dados, ni siquiera por la lucha que acababa de tener con Lucio. Entonces uno de ellos gruñó, se giró y agarró al matón.

En unos instantes, la taberna hizo lo que no había hecho cuando había sido Lucio el que peleaba: estalló en una refriega a gran escala. Los hombres que se habían conformado con quedarse quietos, mientras Thanos y su hermano intercambiaban golpes de espada, ahora daban puñetazos y desenfundaban los cuchillos. Uno agarró una silla y la balanceó hacia la cabeza de Thanos. Thanos se apartó y escupió una astilla de madera mientras desviaba el golpe hacia otro de los clientes.

Podría haberse quedado luchando, pero el pensar en el peligro en el que podría estar Ceres, le empujó a echar a correr. Había estado seguro de que podría detener la invasión solo si llegaba hasta Lucio y, después, habría tiempo suficiente para descubrir la verdad sobre su origen, encontrar la prueba que necesitaba y volver a Delos. Ahora, no había tiempo para nada de eso.

Thanos fue a toda prisa hacia la puerta. Cayó y patinó por debajo de las manos de un hombre que intentó agarrarlo para detenerlo, causándole un rasguño poco profundo en el muslo. Salió corriendo hacia las calles…

… directo al peor polvo que había visto Thanos desde que había venido a la ciudad. No redujo la velocidad. Metió sus espadas gemelas a la fuerza en su cinturón, se subió el pañuelo para protegerse del polvo y siguió hacia delante como pudo.

Tras él, Thanos escuchaba los ruidos de los hombres que intentaban seguir, aunque no sabía cómo esperaban ver bien para alcanzarlo con ese tiempo. Thanos se abría camino a tientas como si fuera un hombre ciego, pasó por delante de un comerciante que estaba recogiendo su carreta y de un par de soldados que soltaban palabrotas mientras se protegían del viento en un portal.

—¡Mira a aquel loco! —Thanos escuchó que decía uno de ellos en la lengua de Felldust.

—Probablemente corre para unirse a la invasión. He oído que la Cuarta Piedra Vexa ha empezado a mandar algo parecido a una flota, mientras las otras tres todavía están tramando. La Primera Piedra se les ha adelantado.

—Siempre lo hace —respondió el primero.

Pero para entonces, Thanos ya estaba muy adentrado en el polvo, buscando su ruta con las difusas formas de los edificios, vigilando las señales que colgaban en las calles, iluminadas solo con lámparas de aceite. También había grabados en la piedra, evidentemente pensados para que la gente del pueblo pudiera encontrar su camino desde la calle del oso grabado hasta la de las serpientes enredadas con el tacto, si era necesario.

Thanos no conocía lo suficiente el sistema como para usarlo, pero aún así continuaba avanzando a través del polvo.

Había otros que hacían lo mismo y, unas cuantas veces, Thanos se detuvo para intentar distinguir si aquellos pies que calzaban botas eran los de los perseguidores o no. Una vez, se apretó detrás del bulto de hierro curvado de un cortavientos, con las manos sobre sus espadas, y se aseguró de que los que le seguían desde la taberna no lo habían encontrado.

En cambio, por allí pasó corriendo un grupo de esclavos, con las caras envueltas para protegerse del viento, que llevaban un palanquín desde dentro del cual Thanos escuchaba a un comerciante metiéndoles prisa.

—¡Más rápido, perros callejeros! Más rápido, o haré que os ensarten. Tenemos que llegar al puerto antes de que nos perdamos los botines.

Thanos los observó, siguiéndoles la pista detrás del palanquín, pensando que aquellos que la llevaban probablemente conocían mejor el camino que él. No podía seguir el rastro muy de cerca, porque en una ciudad como Puerto Sotavento todos vigilaban a los posibles ladrones o asesinos pero, aún así, consiguió seguirlo a lo largo de varias calles antes de desaparecer en el polvo.

Thanos se quedó quieto uno o dos segundos, recuperó la respiración y, tan pronto como había venido, la tormenta de polvo se levantó, dejando el puerto a la vista.

Lo que Thanos vio allí hizo que se quedara quieto y mirando fijamente.

Antes pensaba que en el puerto había barcos de sobra. Ahora, parecía que el agua estaba a rebosar de ellos hasta el punto que a Thanos le parecía que podía ir andando hasta el horizonte por encima de sus cubiertas.

Muchos de ellos eran barcos de guerra, pero ahora muchos más eran barcos de mercaderías o embarcaciones más pequeñas. Ahora que la flota principal ya se había marchado de Felldust, el puerto debería estar vacío, pero a Thanos le daba la sensación de que allí no había espacio para otra barca. Parecía que todos en Felldust habían venido aquí, dispuestos a llevarse su parte de lo que se iba a ganar al Imperio.

Entonces Thanos empezó a ver la magnitud de aquello y lo que significaba. No era solo un ejército invasor, sino todo un país. Habían visto la oportunidad de tomar unas tierras que hacía tiempo que se les habían negado y, ahora, las iban a conseguir por la fuerza.

Sin tener en cuenta lo que aquello significaba para los que ya estaban allí.

—¿Quién eres tú? —preguntó un soldado, acercándose a él—. ¿De qué flota, qué capitán?

Thanos pensó con rapidez. La verdad supondría otra pelea y ahora el velo del polvo, que invitaba a esconderse, no estaba. No tenía ninguna duda de que estaba cubierto por él como cualquiera de los nativos, pero si alguien adivinaba quién era, o incluso tan solo que venía del Imperio, esto no acabaría bien.

Por unos instantes se preguntó qué les hacían a los espías en Felldust. Fuera lo que fuera, no sería agradable.

—¿Con la flota de quién estás? —insistió de nuevo el hombre, esta vez con una voz penetrante.

—Con la de la Cuarta Piedra Vexa —respondió bruscamente Thanos, con una voz igual de penetrante. Intentaba dar la sensación de que no tenía tiempo para interrupciones de ese tipo. Ahora mismo no costaba hacerlo, pues tenía muy poco tiempo para regresar a ayudar a Ceres.

—Por favor, dime que no es cierto que su flota ya ha marchado.

El hombre se rio en su cara.

—Parece que estás gafado. ¿Qué, pensabas que podías quedarte de brazos cruzados, despidiéndote de la puta favorita de la tripulación? Si pierdes el tiempo, pierdes tu oportunidad.

—¡Maldita sea! —dijo Thanos, intentando interpretar su papel—. No puede ser que todos se hayan ido. ¿Y los otros barcos?

Aquello provocó otra risa.

—Pregunta si quieres, pero si crees que no hay ni una sola tripulación que esté totalmente llena ahora, no has estado atento. En recolectas como esta, todo el mundo quiere un lugar. La mitad de ellos apenas saben luchar. Pero te diré una cosa, podría encontrarte un lugar en una de las tripulaciones del Viejo Barba de Horca. La Tercera Piedra se está tomando su tiempo. Solo pediría la mitad de la parte que consigas.

—Tal vez, si no consigo encontrar a los muchachos con los que se supone que debo estar —dijo Thanos. Cada segundo que estaba allí era un segundo en el que no estaba navegando de vuelta a Delos con la única tripulación de allí que no lo intentarían matar en el instante en que descubrieran quién era.

Vio que el hombre encogía los hombros.

—A estas alturas no encontrarás una oferta mejor.

—Ya veremos —dijo Thanos, y desapareció entre las barcas.

Desde fuera, debía parecer que Thanos estaba buscando una de las raras barcas de la flota que le aseguraba, aunque Thanos esperaba no encontrar ninguna. Lo último que quería era verse obligado a servir en la armada de Felldust.

Aunque si tuviera que hacerlo, lo haría. Si aquello significaba regresar a Ceres, si aquello significaba poder ayudarla, se arriesgaría. Interpretaría el papel de un guerrero de Felldust, ansioso por estar a la altura. Si la flota principal hubiera estado allí, podría haber sido incluso su primera opción, para intentar acercarse todo lo posible a la Primera Piedra para poder matarlo.

Pero ahora, si se dejaba llevar en esta segunda flota, no llegaría allí hasta que ya fuera demasiado tarde. Así que caminó entre aquel montón de barcos, observando a los guerreros que transportaban barriles de agua dulce y cajones de comida. Thanos rajó al menos tres barricas, pero ninguna cantidad de sabotaje sin importancia detendría a una flota como esta.

En cambio, continuó mirando. Vio hombres y mujeres afilando armas y encadenando esclavos a los remos para inmovilizarlos. Vio sacerdotes cubiertos de polvo entonando oraciones para traer buena suerte, sacrificando animales de una manera que convertían el polvo en barro de color sangre. Vio dos grupos de soldados bajo banderas diferentes discutiendo sobre cuál de ellos debía llegar primero al muelle.

Thanos vio de sobra cosas que le enojaban, y más que le hacían temer por Delos. Solo había una cosa que no encontraba en medio del caos que había en los muelles, y era la única cosa que había ido a buscar allí. Allí había centenares de barcas, de todas las formas, tamaños y diseños. Había barcos llenos hasta los topes de guerreros con aspecto de matones, y barcos que parecían poco más que barcazas del placer engrandecidas, que estaban allí para llevar a la gente a ver la invasión tanto como a participar en ella.

Lo que no lograba ver era la barca que lo había traído hasta allí. Necesitaba volver a Ceres y, ahora mismo, Thanos no sabía cómo lo iba a hacer.




CAPÍTULO CUATRO


Estefanía corría por el castillo, empujada por el sonido de los cuernos de guerra, como un ciervo delante de un grupo de caza. Si no salía ahora, no habría escapatoria. Ya había hecho lo suficiente en referencia a Ceres.

—Dejemos que Felldust acabe con ella —dijo Estefanía.

Volvió a andar sobre sus pasos por el castillo, hasta el punto donde conectaba con los túneles de debajo de la ciudad. Esperaba que Elethe hubiera mantenido su ruta de escape abierta tal y como Estefanía había ordenado. Ahora era el momento de huir. Si los atrapaba la rebelión sería terrible, pero sería mucho peor quedar atrapadas en medio de una batalla entre esta y las Cinco Piedras de Felldust.

A no ser que…

Estefanía se detuvo y miró por una ventana hacia el puerto. Vio el cielo oscurecido con misiles, barcos en llamas formando un oscuro lazo de embarcaciones invasoras que se acercaban más. Estefanía fue corriendo hacia un lugar donde podía ver por encima de los muros y vio que a lo lejos también había fuego.

Parecía ser que, sin importar hacia donde corriera ahora, habría enemigos. No podía escapar por agua, del mismo modo en el que había venido hasta Delos. No podía arriesgarse a escapar inadvertidamente a campo abierto, porque si fuera ella quien dirigiera la invasión, habría destacamentos de ataque por allí fuera para hacer volver a la gente hacia la ciudad. No podía arriesgarse a deambular por Delos abiertamente, pues las fuerzas de la rebelión intentarían apresarla.

Pero ¿dónde estaban aquellos soldados? Estefanía había pasado por delante de algunos soldados al entrar, su disfraz fue más que suficiente para poder pasar inadvertida por delante de ellos. Pero tampoco había habido muchos. El castillo tenía el aspecto de un barco fantasma, abandonado ante problemas más urgentes. Al echar un vistazo fuera, Estefanía veía a lo rebeldes moviéndose por las calles con brillantes armaduras y cosas hechas de retales. Por allí cerca habría algunos tipos , pero ¿cuántos? ¿Y dónde?

La idea le vino a Estefanía lentamente, más como una posibilidad que como una realidad. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más le parecía que era su mejor opción. Ella no se lanzaba sin pensar. En los círculos de la nobleza, era una manera de ponerte bajo el poder de otra persona, o de verte desterrado, o algo peor.

Pero había momentos en que una acción decisiva era la respuesta. Cuando había un premio por ganar, no hacer nada lo hacía perder de la misma manera que un exceso de ímpetu.

Estefanía se dirigió hacia donde estaba Elethe, que miraba de un lado a otro entre los túneles y la ciudad como si esperara a que una horda de enemigos llegara en cualquier instante.

—¿Es hora de marchar, mi señora? —dijo Elethe—. ¿Ceres está muerta?

Estefanía negó con la cabeza.

—Ha habido un cambio de palnes. Ven conmigo.

Elethe no dudó, lo que decía mucho a su favor. Se puso a andar junto a Estefanía a pesar de las preocupaciones que pudiera tener.

—¿A dónde vamos? —preguntó Elethe.

Estefanía sonrió.

—Hacia las mazmorras. He decidido que vas a entregarme a la rebelión.

Aquello provocó la mirada atónita de su doncella, aunque no fue nada comparada con la sorpresa que tuvo cuando Estefanía le explicó más su plan.

—¿Estás preparada? preguntó Estefanía a medida que se iban acercando a las mazmorras.

—Sí, mi señora —dijo Elethe.

Estefanía se puso las manos detrás de la espalda como si las llevara atadas y se puso a caminar con lo que ella esperaba que fuera una muestra de temerosa contrición. Elethe estaba haciendo un trabajo sorprendentemente bueno al hacerse pasar por una matona rebelde que acababa de capturar a un enemigo.

Había dos guardias cerca de la puerta principal, sentados a una mesa con unas cartas preparadas, que mostraban cómo estaban pasando el tiempo. Algunas cosas no cambiaban, independientemente de quien estuviera al mando.

Alzaron la vista hacia Estefanía cuando esta se acercó, y a ella le pareció muy divertida la sorpresa que provocó en ellos.

—Esta es… ¿has capturado a Lady Estefanía? —preguntó uno.

—¿Cómo lo hiciste? —dijo el otro—. ¿Dónde la encontraste?

Estefanía notó su incredulidad, pero también tuvo la sensación de que no sabían qué hacer a continuación.

—Estaba huyendo sin hacer ruido de los aposentos de Ceres —respondió Elethe sin problemas. Su doncella era buena mintiendo—. ¿Podéis…? Necesito decírselo a alguien, pero no estoy segura de a quién.

Aquella era una buena jugada. Los dos se quedaron mirando a Elethe, como intentando decidir qué hacer a continuación. Entonces fue cuando Estefanía sacó una aguja en cada una de sus manos y las llevó hasta los cuellos de los guardias. Ellos se giraron, pero el veneno actuaba con rapidez y sus corazones ya estaban bombeándolo por todo su cuerpo. Tras respirar una o dos veces más, se desplomaron.

—Trae las llaves —dijo Estefanía, señalando hacia el cinturón de un guardia.

Así lo hizo Elethe y abrió las mazmorras. Estaban llenas a rebosar, tal y como Estefanía había supuesto que estarían. O, por lo menos, como esperaba. Tampoco habían más guardias. Al aparecer, todos aquellos que eran hábiles para la lucha estaban en las murallas.

Había hombres y mujeres que evidentemente eran soldados y guardias, torturadores y, básicamente, nobles de la realeza. Estefanía vio a unas cuantas de sus doncellas allí, lo que le pareció bastante ridículo. El movimiento sensato era no insistir en su lealtad, sino fingir que estaba al servicio del nuevo régimen. Lo importante era que estaban allí.

—¿Lady Estefanía? —dijo una, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Como si ella fuera su salvadora.

Estefanía sonrió ante aquello. Le gustaba pensar que la gente la veía como su heroína. Probablemente harían más de este modo que por simple obediencia y también le gustaba la idea de poner las armas de Ceres en su contra.

—Escuchadme —les dijo—. Os han quitado mucho. Teníais mucho y esos rebeldes, esos campesinos, osaron arrebatároslo. Yo digo que es el momento de recuperarlo.

—¿Ha venido para sacarnos de aquí? —preguntó un antiguo soldado.

—Estoy aquí para hacer más que eso —dijo Estefanía—. Vamos a recuperar el castillo.

No esperaba que dieran gritos de alegría. Ella no era la típica romántica que necesita que unos estúpidos aplaudan cada una de sus decisiones. Aún así, el murmullo nervioso entre ellos era un poco estridente.

—¿Tenéis miedo? —preguntó ella.

—¡Allí habrá rebeldes! —dijo un noble. Estefanía lo conocía. El Alto Alguacil Scarel siempre había sido muy rápido para retar a los otros en peleas que sabía que podía ganar.

—No los suficientes como para guardar este castillo —dijo Estefanía—. Ahora no. Todos los rebeldes que tienen de sobras están en las murallas, intentando retener la invasión.

—¿Y qué sucede con la invasión? —exigió una mujer noble. Ella no era mucho mejor que el hombre que había hablado. Estefanía conocía secretos sobre lo que había hecho antes de volverse rica al casarse, que harían que a la mayoría de los demás se sonrojaran.

—Ah, ya veo —dijo Estefanía—. Preferirías esperar en una bonita y segura mazmorra hasta que todo terminara. ¿Y después, qué? En el mejor de los casos, pasaríais el resto de vuestras vidas en este agujero maloliente, si los rebeldes no deciden mataros tranquilamente cuando se den cuenta de los problemas que dan los prisioneros. Si ganan los otros… ¿pensáis que estar en una celda os protegerá? Para ellos, aquí no seréis nobles, solo una diversión. Una breve diversión.

Hizo una pausa para dejar que entendieran aquello. Necesitaba que se sintieran cobardes tan solo por pensarlo.

—O podemos salir allá fuera —dijo Estefanía—. Tomamos el castillo y lo cerramos contra nuestros enemigos. Matamos a los que se nos opongan. Yo ya me he encargado de Ceres, así que no podrá detenernos. Guardamos el castillo hasta que la rebelión y los invasores se maten entre ellos y, después, recuperamos Delos.

—Todavía hay guardias —dijo uno—. Todavía hay combatientes allí. No podemos luchar contra los combatientes y ganar.

Estefanía hizo un gesto hacia Elethe y esta empezó a abrir las cerraduras de las celdas.

—Existen maneras. Conseguiremos más armas con cada guardia que matemos, y todos nosotros sabemos dónde está la armería. O podéis quedaros aquí hasta que os pudráis. Más tarde, cerraré las puertas y mandaré a unos cuantos torturadores. Los que sean.

Le siguieron, tal y como Estefanía sabía que lo harían. No importaba si lo hicieron por miedo, orgullo o incluso lealtad. El caso era que lo hicieron. La siguieron por el castillo y Estefanía empezó a dar órdenes, aunque fue con cuidado para que, al menos por ahora, no sonaran como tales.

—Lord Hwel, ¿le importaría llevarse a algunos de los hombres más hábiles y sellar las barracas de los guardias? —dijo Estefanía—. No queremos que salgan los rebeldes.

—¿Y los hombres que son leales al Imperio? —dijo el noble.

—Lo pueden demostrar matando a los otros traidores —respondió Estefanía.

El noble se apresuró a cumplir su orden. Envió a una de sus doncellas a buscar a unas cuantas más, y le pidió a una noble que enseñara a aquellas sirvientas a obedecer las órdenes que diera Estefanía.

Estefanía echó un vistazo al grupo que estaba con ella, para calcular quién sería útil, quién tenía secretos que ella podía utilizar, las debilidades que los hacían fáciles de controlar y las que los hacían peligrosos. Al noble que parecía tan dispuesto a evitar las peleas lo mandó a controlar las puertas, y a la viuda cascarrabias de un noble la mandó a las cocinas, donde no podría hacer daño.

La gente se les iba uniendo sobre la marcha. Guardias y sirvientes venían a ellos al oírlos, sus lealtades cambiaban como el viento. Las doncellas de Estefanía se arrodillaban ante ella, para levantarse después al primer toque para ponerse con sus tareas.

De vez en cuando, se encontraban con rebeldes que no se entregaban, y estos morían. Algunos morían por una rápida avalancha de nobles armados, les rompían los cuerpos y los golpeaban hasta la muerte. Otros morían a causa de un cuchillo que les venía por detrás, o envenenados por un dardo clavado en su carne. Las doncellas de Estefanía habían aprendido a ser buenas en sus tareas.

Cuando vio a la Reina Athena, Estefanía se preguntó cuál debería ser.

—¿Esto qué es? —exigió la reina—. ¿Qué está pasando aquí?

Estefanía ignoró su queja.

—Tia, necesito que averigües cómo van las cosas en la armería. Esas armas nos hacen falta. Imagino que el Alto Alguacil Scarel ya estará en alguna pelea.

Continuó caminando en dirección a la gran sala.

—Estefanía —dijo la Reina Athena—. Exijo saber qué está pasando.

Estefanía encogió los hombros.

—He hecho lo que deberías haber hecho tú. Liberé a esta gente de la realeza.

Era una razón tan simple y clara, que no hacía falta nada más. Estefanía había sido la que había hecho el trabajo de salvar a los nobles. Ella era a quien ellos le debían su libertad, y quizás sus vidas.

—Yo también estaba encerrada —replicó la reina.

—Ay, es verdad. De haberlo sabido, la hubiera rescatado junto a los otros nobles. Y ahora, discúlpeme. Debo tomar un castillo.

Estefanía se marcho rápidamente dando largos pasos, pues la mejor manera de ganar una discusión era no darle al contrincante la oportunidad de hablar. No se sorprendió cuando los que estaban allí la siguieron.

Estefanía escuchó los ruidos de una pelea por allí cerca. Hizo una señal a los que estaban con ella y se dirigió hacia unas escaleras en busca de un balcón. Pronto encontró lo que estaba buscando. Estefanía conocía la distribución del castillo tan bien como cualquiera.

Allá abajo, vio una lucha que seguramente hubiera impresionado a la mayoría de gente. Una docena de hombres musculosos, que no tenían ni dos armas iguales, estaban peleando en el patio de delante de la puerta principal. Lo hacían contra al menos dos veces más guardias, quizá tres veces más antes de que empezara la batalla, todos dirigidos por el Alto Alguacil Scarel. Y no solo eso, parecía que estaban ganando. Estefanía veía los cuerpos ataviados con la armadura imperial esparcidos por el suelo de adoquines. Parecía ser que el noble al que le gustaba buscar pelea había encontrado una para tiempo.

—Estúpido —dijo Estefanía.

Estefanía observó por un instante y, de haber visto algo parecido en el Stade, le hubiera parecido una especie de belleza salvaje. Mientras observaba, un hombre golpeó a dos hombres con la empuñadura de una gran hacha, después se dio la vuelta y alcanzó a uno de ellos con tanta fuerza que casi lo parte en dos. Un combatiente que peleaba con una cadena saltó sobre un soldado y le rodeó el cuello con ella.

Fue una representación valiente, además de impresionante. Si lo hubiera pensado antes, quizás habría podido comprar a una docena de combatientes un poco antes y convertirlos en unos escoltas reales adecuados. La única dificultad hubiera sido la falta de sutileza. Estefanía hizo un gesto de dolor cuando la sangre casi salpica el borde del balcón.

—¿No son magníficos? —dijo una de las nobles.

Estefanía la miró con todo el desprecio del que era capaz.

—Yo creo que son unos estúpidos—. Chasqueó sus dedos en dirección a Elethe—. Elethe, cuchillos y arcos. Ahora.

Su doncella asintió y Estefanía observaba mientras ella y algunos de los demás desenfundaban armas y lanzaban dardos. Algunos de los guardias que estaban con ellos tenían arcos cortos que habían cogido de la armería. Uno tenía una ballesta de un barco, que se disparaba mejor desde una cubierta que desde un balcón. Dudaban.

—Nuestra gente está allá abajo —dijo uno de los nobles.

Estefanía le arrebató un arco ligero de las manos.

—Y, de todos modos, van a morir, luchando tan mal contra los combatientes. Al menos, de esta manera, nos dan una oportunidad de ganar.

Ganar lo era todo. Tal vez algún día, todos estos lo entenderían. Tal vez era mejor que no lo hicieran. Estefanía no quería tener que matarlos a todos.

Por el momento, desenfundó el arco como pudo con su protuberante barriga. Disparando de esta manera, casi no importaba que apenas no pudiera echarlo hacia atrás ni por la mitad. Y, desde luego, no importaba que no tuviera tiempo de apuntar. Con la masa que formaban los que luchaban allá abajo, era suficiente con que alcanzara algo.

Más aún, era suficiente para servir como señal.

Las flechas caían como la lluvia. Estefanía vio que uno daba un puñetazo en la carne del brazo de un combatiente y rugió como un animal herido antes de que otros le golpearan en el pecho. Los cuchillos bajaban disparados para clavarse y rozar, hundirse y perforar. Los dardos llevaban un veneno que, posiblemente, no tenía tiempo de actuar antes de que los objetivos fueran perforados por las flechas.

Estefanía veía que los soldados imperiales caían junto a los combatientes. El Alto Alguacil Scarel alzó la vista hacia ella con una mirada acusadora mientras manoseaba la flecha de una ballesta que se le había clavado en la barriga. Continuaban cayendo hombres bajo las espadas de los combatientes, o encontraban algún agujero en sus defensas, tan solo para que una flecha de fuego les interrumpiera su momento de victoria.

A Estefanía le daba igual. Hasta que no cayó el último combatiente, no alzó la mano para que cesara el ataque.

—Muchos… —empezó una de las nobles, y Estefanía se le volvió en contra.

—No seas estúpida Hemos tomado el refuerzo de Ceres y hemos tomado el castillo. Todo lo demás no importa.

—¿Qué sucede con Ceres? —preguntó uno de los guardias que había allí—. ¿Está muerta?

Los ojos de Estefanía se estrecharon ante aquella pregunta, porque eso era la única cosa de este plan que la irritaba.

—Todavía no.

Debían guardar el castillo hasta que o bien la invasión terminara, o los rebeldes encontraran algún modo de hacerla retroceder. En aquel punto, podrían necesitar a Ceres como moneda de cambio, o incluso tan solo como un regalo para que las Cinco Piedras de Felldust pudieran demostrar su victoria. Tenerla allí incluso podría atraer a Thanos, permitiendo a Estefanía vengarse de todo a la vez.

Por el momento, eso significaba que Ceres no podía morir, pero sí que podía sufrir.

Y lo haría.




CAPÍTULO CINCO


Ceres flotaba por encima de unas islas de piedra suave y una belleza tan exquisita que la hacían casi llorar. Reconoció la obra de los Antiguos y, al instante, se puso a pensar en su madre.

Entonces Ceres la vio, en algún lugar delante de ella, todavía vestida por una neblina. Ceres se puso a correr tras ella y vio que su madre se giraba, pero aún parecía que no iba suficientemente rápido tras ella.

Ahora había un hueco entre ellas y Ceres brincó, extendiendo su mano. Vio que su madre estiraba el brazo hacia ella y, tan solo por un momento, Ceres pensó que Licina la atraparía. Sus dedos se rozaron y entonces Ceres estaba cayendo.

Cayó en medio de una batalla y unos tipos daban vueltas a su alrededor. Los muertos estaban allí, al parecer sus muertes no les impedían luchar. Lord West luchaba al lado de Anka, Rexo al lado de un centenar de hombres que Ceres había matado en muchas peleas diferentes. Todos estaban alrededor de Ceres, luchando los unos contra los otros, luchando contra el mundo…

El Último Suspiro estaba allí frente a ella, el antiguo combatiente más oscuro y aterrador que nunca. Ceres saltó por encima del garrote con cuchillas que este empuñaba y estiró el brazo para convertirlo en piedra como había hecho antes.

Esta vez no sucedió nada. El Último Suspiró la golpeó, la tiró al suelo y se puso sobre ella victorioso, y ahora él era Estefanía, que sujetaba una botella en lugar de un garrote, los humos todavía punzantes en la nariz de Ceres.

Entonces despertó y la realidad no fue mejor que su sueño.

Al despertar, Ceres notó la dura piedra. Por un instante, pensó que quizás Estefanía la había dejado en el suelo de su habitación, o aún peor, que todavía podía estar encima de ella. Ceres se giró rápidamente, intentó ponerse de pie y continuar luchando, hasta que se dio cuenta de que no había espacio en el que hacerlo.

Ceres se obligaba a respirar lentamente, a reprimir el pánico que amenazaba con tragársela al ver las paredes de piedra a cada lado. Hasta que no alzó la vista y vio una reja de metal encima suyo, no se dio cuenta de que estaba en un hoyo y no enterrada con vida.

El hoyo apenas era lo suficientemente grande para poderse sentar. Y, desde luego, no había forma de poderse tumbar completamente. Ceres levantó los brazos, para examinar las barras de la reja que tenía encima y tiró hacia abajo para probar la fuerza que se necesitaba para doblarlas o romperlas.

No pasó nada.

Ahora, Ceres sentía que el pánico empezaba a crecer. Probó a extender el brazo de nuevo en busca de su poder, haciéndolo de forma suave, recordando cómo la había corregido su madre después de que Ceres hubiera agotado sus poderes intentando tomar la ciudad.

En algunos aspectos parecía lo mismo, pero diferente en muchos más. Antes, había sido como si los canales por los que fluía el poder se hubieran quemado hasta que dolieran demasiado para poder usarlos, dejando a Ceres vacía.

Ahora, parecía que ella era sencillamente normal, aunque eso parecía poco más que nada comparado con lo que había sido poco tiempo antes. Tampoco había ninguna duda de qué lo había provocado: Estefanía y su veneno. En algún lugar, de alguna manera, había encontrado un método para despojar a Ceres de los poderes que su sangre Antigua le daba.

Ceres notaba la diferencia entre esto y lo que había sucedido antes. Aquello había sido como una ceguera repentina: demasiado y demasiado pronto, desvaneciéndose lentamente con el cuidado adecuado. Esto era más parecido a que unos cuervos le sacaran las ojos.

De todas formas, volvió a alzar los brazos para coger las barras, con la esperanza de estar equivocada. Tiró, con toda la fuerza que pudo reunir para intentar moverlas. No cedían en lo más mínimo, incluso cuando Ceres tiró de ellas tan fuerte que las manos le sangraron contra el metal.

Gritó sorprendida cuando alguien tiró agua al hoyo y la dejó empapada y encogida contra la piedra del muro. Cuando Estefanía apareció ante su vista, de pie sobre la reja, Ceres intentó lanzarle una mirada fulminante para desafiarla, pero en aquel momento tenía demasiado frío y estaba demasiado mojada y débil para hacer cualquier cosa.

—Entonces el veneno funcionó —dijo Estefanía sin preámbulos—. Bueno, tenía que hacerlo. Pagué mucho por él.

Entonces Ceres vio que se tocaba la barriga, pero Estefanía continuó antes de que Ceres pudiera preguntar qué quería decir.

—¿Qué se siente cuando te han quitado la única cosa que te hacía especial? —preguntó Estefanía.

Como si hubieras podido volar, pero ahora apenas pudieras reptar. Pero Ceres no le iba a dar esa satisfacción.

—¿No hemos pasado por esto antes, Estefanía? —exigió ella—. Ya sabes cómo termina. Yo me escapo y te doy lo que mereces.

Entonces Estefanía le tiró otro cubo de agua y Ceres dio un brinco contra las barras. Escuchó reír a Estefanía entnces y aquello provocó la rabia de Ceres. Ahora mismo no le importaba no tener poderes. Aún tenía el entrenamiento de un combatiente y todavía tenía todo lo que había aprendido del Pueblo del Bosque. Si fuera necesario, estrangularía a Estefanía con sus propias manos.

—Mírate. Como el animal que eres —dijo Estefanía.

Aquello fue suficiente para que Ceres bajara un poco el ritmo, aunque solo fuera para no no ser lo que Estefanía quería que fuera.

—Deberías haberme matado cuando tuviste la ocasión —dijo Ceres.

—Quería hacerlo —respondió Estefanía—, pero las cosas no siempre van como queremos. Solo tienes que ver cómo os han ido las cosas a ti y a Thanos. O a mí y a Thanos. A fin de cuentas, yo soy la única que realmente está casada con él, ¿verdad?

Ceres tuvo que poner las manos contra la piedra de las paredes para evitar saltar de nuevo contra Estefanía.

—Si no hubiera escuchado los cuernos de guerra, te hubiera cortado el cuello —dijo Estefanía. Y después se me ocurrió que sería fácil recuperar el castillo. Y así lo hice.

Ceres negó con la cabeza. No podía creerlo.

—Liberé el castillo.

Ella había hecho más que eso. Lo había llenado de rebeldes. Había cogido a las personas que eran fieles al Imperio y las había encarcelado. A los demás, les había dado una oportunidad, había…

—Ah, estás empezando a verlo ahora, ¿verdad? —dijo Estefanía—. Todas aquellas personas que tan rápidamente te agradecieron su libertad volvieron a mí con la misma rapidez. Tendré que vigilarlos.

—Tendrás que vigilar mucho más que eso —replicó Ceres—. ¿Piensas que los guerreros de la rebelión permitirán que te quedes aquí jugando a ser reina? ¿Crees que lo harán los combatientes?

—Ah —dijo Estefanía con una exagerada demostración de bochorno que hizo temer a Ceres lo que venía a continuación—. Me temo que tengo malas noticias sobre tus combatientes. Resulta que los mejores guerreros todavía mueren cuando les clavas una flecha en el corazón.

Lo dijo como si nada, de una forma tan burlona, que aunque solo fuera una verdad a medias, era suficiente para romperle el corazón a Ceres. Ella había luchado junto a los combatientes. Había entrenado junto a ellos. Habían sido sus amigos y sus aliados.

—Disfrutas siendo cruel —dijo Ceres.

Para su sorpresa, Estefanía dijo que no con la cabeza.

—Déjame que adivine. ¿Crees que no soy mejor que el idiota de Lucio? ¿Un hombre que no se divertía lo más mínimo a no ser que otro estuviera chillando? ¿Piensas que soy así?

Parecía una descripción bastante aproximada de lo que Ceres quería decir. Especialmente dado todo lo que iba a suceder a continuación.

—¿Y no lo eres? —exigió Ceres—. Oh, perdona, y yo pensando que me habías metido en un hoyo de piedra, esperando la muerte.

—En realidad, esperando la tortura —dijo Estefanía—. Pero es culpa tuya. Tú mereces todo lo que te pase después de todo lo que intentaste quitarme. Thanos era mío.

Tal vez, realmente lo creía. Tal vez, sinceramente sentía que era normal intentar asesinar a tus rivales en las relaciones y en la vida.

—¿Y el resto? —dijo Ceres—. ¿Vas a intentar convencerme de que en el fondo eres una buena persona, Estefanía? Porque estoy bastante segura de que el barco zarpó en el momento en el que tú intentaste mandarme a la Isla de los Prisioneros.

Quizá no debería haberse reído de ella de aquella manera, porque Estefanía levantó un tercer cubo de agua. Pareció que pensarlo por un momento, encogió los hombros y se lo arrojó por encima a Ceres como un baño de agua helada.

—Estoy diciendo que la bondad aquí no encaja, estúpida campesina —le gritó a Ceres mientras esta tiritaba—. Vivimos en un mundo que intentará quitarte todo lo que tienes sin ni siquiera preguntar. Sobre todo, si eres una mujer. Siempre hay bestias como Lucio. Siempre están los que desean tomar y tomar.

—Por eso luchamos contra ellos —dijo Ceres—. ¡Nosotros liberamos a la gente! Los protegemos.

Oyó que Estefanía se reía de eso.

—Realmente crees que la estupidez funciona, ¿verdad? —dijo Estefanía—. Piensas que la gente en el fondo es buena, y que todo irá bien si les das una oportunidad.

Lo dijo como si fuera algo de lo que mofarse, en lugar de una buena filosofía de vida.

—La vida no es así —continuó Estefanía—. La vida es una guerra, que se libra de cualquier modo que encuentres para hacerlo. No des poder sobre ti a nadie, y toma todo el poder que puedas. De este modo, tienes la fuerza para machacarlos cuando intenten traicionarte.

—Yo no me siento muy machacada —replicó Ceres—. No iba a permitir que Estefanía viera lo débil y vacía que se sentía en aquel momento. Iba a crear la pretensión de fuerza, con la esperanza de poder encontrar el modo de seguir con la realidad.

Vio que Estefanía encogía los hombros.

—Te sentirás. Ahora mismo, tu rebelión está luchando en una batalla con el ejército de Felldust. Puede que gane y entonces yo te venderé para poder salir de la ciudad con toda la riqueza que consiga. Sin embargo, mi sospecha es que Felldust caerá como una ola sobre la ciudad. Dejaré que se abran camino como puedan por las murallas de este castillo, hasta que estén dispuestos a hablar.

—¿Piensas que unos hombres así hablarán contigo? —exigió Ceres—. Te matarán.

Ceres no estaba segura de por qué advertía tanto a Estefanía. El mundo sería un lugar mejor si alguien la mataba, aunque fueran los ejércitos de Felldust.

—¿Crees que no he pensado en ello? —argumentó Estefanía—. Felldust es díscolo. No puede permitirse que sus soldados se queden sentados, mientras asedian un castillo que no pueden tomar. Estarían luchando entre ellos en cuestión de semanas, si no antes. Tendrán que hablar.

—¿Y crees que jugarán limpio contigo? —preguntó Ceres.

A veces, apenas podía creer la prepotencia que mostraba Estefanía.

—No soy estúpida —dijo Estefanía—. Tengo a una de mis doncellas preparándose para hacerse pasar por mí para la primera reunión, para que si nos traicionan, yo tenga tiempo de huir de la ciudad por los túneles. Después de eso, te entregaré, de rodillas y encadenada, a la Primera Piedra Irrien. Una ofrenda con la que empezar las negociaciones de paz. Y ¿quién sabe? Quizás a la Primera Piedra Irrien estará… dispuesto a unir nuestras dos naciones. Siento que podría hacer mucho junto a una persona así.

Ceres negó con la cabeza al pensarlo. Ella no se arrodillaría bajo las órdenes de Estefanía como tampoco lo haría ante cualquier otro noble.

—Piensas que te daré la satisfacción…

—Pienso que no me hace falta esperar a que des nada —replicó Estefanía—. Puedo coger lo que quiera de ti, incluso tu vida. Recuerda esto de aquí en adelante: si no fuera por esta guerra, te hubiera mostrado misericordia y te hubiera matado.

Al parecer, Estefanía tenía una idea sobre la misericordia tan extraña como de todas las demás cosas del mundo.

—¿Qué te pasó? —le preguntó Ceres. ¿Qué te convirtió en esto?

Estefanía sonrió ante aquello.

—Vi el mundo tal y como era. Y ahora, creo, el mundo te verá tal y como eres. No puedo matarte, así que destruiré el símbolo en el que te convertiste. Vas a luchar por mí, Ceres. Una y otra vez, sin la fuerza que hizo que la gente pensara que eras tan especial. Entremedio, encontraremos maneras de empeorar las cosas.

Aquello no sonaba tan diferente a cualquier cosa que hubieran intentado hacer Lucio o los miembros de la realeza.

—No acabarás conmigo —le prometió Ceres—. No voy a derrumbarme y a suplicarte solo para diversión tuya, o por tu venganza insignificante, o como quieras llamarlo.

—Lo harás —le prometió Estefanía a cambio—. Te arrodillarás ante la Primera Piedra Irrien de Felldust y suplicarás ser su esclava. Me aseguraré de ello.




CAPÍTULO SEIS


Felene había robado barcos de sobra en sus tiempos y estaba satisfecha de ver que este era uno de los mejores. No era mucho más que un esquife, pero navegaba a la perfección, parecía responder tan rápido como el pensamiento y parecía una extensión de ella misma.

—Necesitaría que tuviera más agujeros como este —dijo Felene, moviéndose para achicar el agua que había anegado un lado. Le dolía incluso hacer esto, y las veces que tenía que remar porque había parado el viento…

Felene hacía una mueca de dolor con solo pensarlo.

Examinó la herida con cuidado, moviendo el brazo en todas direcciones para estirar los músculos de la espalda. Había algunos movimientos en los que casi parecía que podía ignorar su presencia, pero había otros…

—¡Que las profundidades te lleven! —blasfemó Felene cuando el dolor la atravesó, ardiente, como un destello.

Lo peor era que cada destello de dolor traía consigo recuerdos de cuando la apuñalaron. De mirar a Elethe a los ojos mientras Estefanía la apuñalaba por detrás. Cada dolor físico traía consigo el sufrimiento de la traición. Se había atrevido a pensar…

—¿En qué? —exigió Felene—. ¿Qué por fin podrías acabar siendo feliz? ¿Qué te lanzarías a la deriva con una princesa y una chica hermosa, y el mundo os dejaría en paz?

Era un pensamiento estúpido. El mundo no ofrecía los finales felices que encuentras en las historias de los poetas. Desde luego, no para ladronas como ella. No importaba lo que sucediera, siempre habría algo más que robar, ya fuera una joya o un trozo de mapa, o el corazón de alguna chica que después resultaría…

—Basta —se dijo Felene a sí misma, pero aquello era más difícil de lo que parecía. Algunas heridas no se curaban.

Y no es que la física lo hubiera hecho ya. Se la había cosido lo mejor que pudo en la playa, pero a Felene le empezaba a preocupar el agujero que el cuchillo de Estefanía le había dejado en la espalda. Se levantó la camisa lo suficiente para empaparla con el agua del mar, apretando los dientes por el dolor mientras la limpiaba.

A Felene la habían herido antes y esta herida no tenía buen aspecto. Había visto heridas como esta en otros y, en general, no habían acabado bien. Estaba aquel guía de escalada a quien había atacado con sus garras un leopardo de las nieves mientras Felene intentaba robar en uno de los templos muertos. Estaba la esclava a la que Felene había rescatado por capricho después de que su amo la azotara con el látigo de forma encarnizada, solo para ver como se consumía y moría. Estaba aquel jugador que había insistido en no moverse de la mesa, aun cuando se había cortado la mano con un trozo de cristal roto.

Felene sabía que ahora lo sensato era volver por donde había venido, buscar a un curandero y descansar el tiempo necesario para volver a ser lo que había sido. Evidentemente, para entonces la invasión probablemente habría terminado y todos los que estaban involucrados estarían desperdigados al viento, pero Felene estaría bien de nuevo, libre para irse a donde quisiera.

Al fin y al cabo, para ella no debería cambiar nada cómo acabara la invasión. Era una ladrona. Siempre habría cosas para robar y siempre estarían los que querrían capturarla. Probablemente habría más como resultado de una guerra, cuando las cosas solían estar un poco menos controladas y siempre había huecos por los que alguien con suficiente astucia se podía colar.

Podía regresar a Felldust, descansar y después buscar alguna nueva aventura en la que embarcarse. Podría partir en busca de islas que hacía tiempo que se habían perdido o dirigirse a tierras en las que el hielo lo encerraba todo como en un puño. Podría haber tesoros y violencia, mujeres y bebida. Todas las cosas que habían acostumbrado a mezclarse tan fácilmente en su vida hasta la fecha.

Lo que la mantenía con el timón de su pequeña barca apuntando hacia Delos era simple: allí era donde estarían Estefanía y Elethe. Estefanía la había engañado acerca de Thanos. La había utilizado para llegar hasta Felldust y, entonces, la había intentado matar. Aún más, había intentado matar a Thanos, aunque los rumores que corrían por Felldust apuntaban a que, por lo menos, había sobrevivido a la toma de la ciudad por parte de la rebelión.

Felene pensaba que no podía dejar pasar lo que Estefanía había hecho. Felene había dejado muchos enemigos atrás cuando partió, pero no le gustaba dejar deudas sin resolver. Una vez, se había batido en un duelo en el Vado del Roble por un insulto de un año atrás, y otra vez había capturado a un cerrajero que había intentado quitarle su parte, siguiéndolo a través de las Tierras de Pasto.

Estefanía moriría por lo que había hecho. Y respecto a Elethe…

En muchos aspectos, su traición era peor. Estefanía era una serpiente y Felene lo supo desde el momento que pisó el barco. Por Elethe realmente había llegado a sentir algo. Por una de las primeras veces en su vida, Felene se había atrevido a pensar más allá del siguiente robo y había empezado a soñar.

—Y vaya un sueño —se dijo Felene a sí misma—. Viajar por el mundo, rescatando hermosas princesas y seduciendo lindas doncellas. ¿Quién te crees que eres? ¿Una especie de heroína?

Parecía más bien el tipo de cosa que hubiera hecho Thanos, que algo para las de su especie.

—Mi vida sería mucho más fácil si no te hubiera conocido, Príncipe Thanos —dijo Felene—. Tiró de una de las cuerdas de su barca, para colocarla mirando hacia una nueva dirección.

Aunque eso no es lo que quería hacer. Principalmente, lo que sería su vida de no haber conocido a Thanos sería más corta. Hubiera muerto en la Isla de los Prisioneros sin él, y después de aquello…

Él era un hombre que parecía tener una causa. Alguien que defendía algo, aunque hubiera sido Felene la que le había recordado qué era. Era un hombre que se había preparado para luchar contra todo lo que le habían educado para que fuera. Había luchado contra el Imperio, aunque para él hubiera sido más fácil no hacerlo. Se había preparado para dar su vida para salvar a gente como Estefanía, que verdaderamente era lo que hacía un héroe.

—Supongo que si tuviera un poco de sensatez, estaría enamorada de ti —dijo Felene mientras pensaba en el príncipe—. Desde luego, era una persona mejor de la que enamorarse que gente como Elethe. Pero en esta vida no se conseguía lo que se deseaba. Y, por supuesto, no podías escoger cuando se trataba de amor.

Bastaba con que Thanos era un hombre al que respetar, incluso admirar. Bastaba con que, solo pensar en el tipo de cosa que él haría, hacía de Felene una mejor persona.

—Aunque no necesariamente más sensata.

Felene suspiró. No tenía sentido intentar discutir con ella misma. Sabía lo que iba a hacer.

Iba hacia Delos. Encontraría a Thanos si, por un golpe de suerte, todavía estaba vivo. Encontraría a Estefanía, encontraría a Elethe, y habría sangre por sangre, muerte por muerte. Probablemente, Thanos hubiera discutido por algo más amable o más civilizado, pero solo hasta aquí se podía llegar emulando a la gente. Incluso a los príncipes.

Ahora, solo estaba el problema de llegar a Delos y entrar. Para cuando llegara allí, Felene no tenía ninguna duda de que sería una ciudad en guerra, si no había caído completamente. La flota de Felldust probablemente sería una barricada flotante delante de la ciudad y bloquear puertos era una táctica que hacía tiempo que se había establecido en tiempos de guerra.

No era que a Felene le preocuparan este tipo de cosas. De vez en cuando había sacado un buen provecho del contrabando en los asedios. Comida, información, gente que quería salir, todo era lo mismo.

Aún así, Felene imaginaba que los soldados de Felldust no le darían una buena bienvenida si era tan estúpida como para simplemente arremeter contra la ciudad. Felene ya veía fragmentos de la flota de Felldust delante de ella, embarcaciones que se extendían en el agua desde Felldust hasta el Imperio como las cuentas de un collar. La flota principal hacía rato que había partido, pero ahora se habían apiñado en grupos de tres o cuatro, saliendo juntos mientras esperaban sacar el máximo provecho de la invasión que estaba por llegar.

En muchos aspectos, probablemente eran los más sensatos. Felene siempre había tenido más afinidad con la gente que aparecía para robar tras una lucha que con los que ponían sus vidas en peligro. Estos eran los que sabían cuidar de ellos mismos. Ellos eran la gente de Felene.

Entonces se le ocurrió una idea y Felene giró su esquife en dirección a uno de los grupos. Con su mejor brazo, sacó un cuchillo.

—¡Eh, los de allí! —exclamó en el mejor dialecto de Felldust que pudo.

Un hombre, que la apuntaba con un arco, apareció en el barandal.

—Te quitaremos todo lo que…

Balbuceó cuando Felene le lanzó la espada, cortándolo a media frase. Cayó del barco, salpicando agua al impactar contra ella.

—Era uno de mis mejores hombres —dijo la voz de un hombre—.

Felene rió.

—Lo dudo, o no hubieras dejado que fuera él el que saliera a ver si yo era una amenaza. ¿Tú eres el capitán aquí?

—Así es —contestó gritando—.

Eso era bueno. Felene no tenía tiempo para negociar con aquellos que no estaban en posición de hacerlo.

—¿Vais todos hacia Delos? —preguntó.

—¿Dónde íbamos a ir sino? —contestó el capitán—. ¿Piensas que hemos salido a pescar?

Felene pensó en algunos de los tiburones que la habían perseguido hasta la orilla. Pensó en el cuerpo que había ido a parar entre ellos ahora.

—Podría ser. En el agua hay cebo y, por estas partes, hay algunos premios gordos.

—Y algunos más grandes en Delos —respondió la voz—. ¿Intentas unirte a nuestro convoy?

Felene encogió los hombros adrede como si no le importara.

—Imagino que otra espada os irá bien.

—Y a ti te irán bien otras cincuenta. Pero parece que sabes luchar. No nos entorpecerás y comerás tus propias provisiones. ¿Te parece bien?

Más que bien, pues Felene había encontrado el modo de entrar en Delos. Por muy cuidadoso que fuera el cordón que rodeaba la ciudad, la flota de Felldust no la miraría dos veces si era parte de ella.

—Me parece bien —contestó—. ¡Siempre y cuando vosotros no me entorpezcáis a mí!

—Ansiosa por el oro. Me gusta.

Podía gustarles lo que quisieran, siempre y cuando dejaran a Felene tranquila. Dejémosles que piensen lo que quieran. Lo único que importaba era…

El ataque de tos cogió a Felene por sorpresa, doblándola de dolor con su fuerza. Se extendió rápidamente dentro de ella, parecía que sus pulmones estaban ardiendo. Se acercó una mano a la boca y, al apartarla, estaba sucia de sangre.

—Tú, ¿estás bien? —exclamó el capitán del barco, con una voz claramente sospechosa—. ¿Eso es sangre? No tendrás ninguna plaga, ¿verdad?

Felene no tenía ninguna duda de que la haría viajar sola si pensaba que sí. Eso, o quemaría su barca para asegurarse de que no se acercaba ninguna enfermedad.

—Me dieron un puñetazo en la barriga en una pelea en los muelles —mientras se limpiaba la mano en el barandal—. Nada importante.

—Si toses sangre, no parece nada bueno —respondió el capitán—. Deberías ir a buscar un curandero. Si estás muerta no puedes gastar el oro.

Seguramente era un buen consejo, pero Felene nunca había escuchado esas cosas. Sobre todo cuando tenía cosas mejores que hacer. Si solo hubiera estado en juego el oro, podría haber hecho exactamente lo que le sugería el hombre.





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